
Tanto que cruzábamos los puentes del Mapocho sin mirar; nos compramos carritos de sopaipillas enteros; subimos a la cumbre de cada uno de los cerros de Santiago y nos regalamos estrellas en medio de una noche hermosa, donde éramos los únicos capaces de sentir esto. Nos quedamos cortos de algo en el camino, porque jurábamos ante Dios que nuestro amor era capaz de salvar al mundo. Y ni siquiera podíamos mirarnos a los ojos de la vergüenza que nos daba sentir cómo todo se iba al carajo.
Desde donde se concentra mejor el smog de la ciudad, el resto nos veía a nosotros: botando los papeles en los basureros, pidiendo disculpas al chocar con alguien en el Paseo Ahumada, dándole el asiento a la señora gorda de la micro. Éramos tan tristemente inocentes, que pensábamos que con esos detallitos íbamos a ser felices e iríamos al Cielo juntos (después de casarnos, tener hijos y envejecer, claro).
Al final de la calle nos encontrábamos siempre con el mugroso semáforo en rojo, obligándonos a bajar los brazos y esperar un nosequé de un nosedónde que nos dejara seguir jugando un ratito más al Amor Verdadero con olor a fritura. Recién ahí podíamos seguir: escribiendo “Te Amo” en miles de hojas de colores, regalándonos la vida, inventándonos apodos y otra vez, creyéndonos superhéroes de nosotros mismos, del prójimo, de la relación, de las ballenas, de las flores, de los viejitos borrachos de los parques.
Antes, a mí me daba harta pena esto y lloraba, pero ya no, porque alguien me enseñó que no hay que llorar por cosas tontas.