lunes, 13 de octubre de 2014

fideos con salsa

Entonces la historia era así: ella se ponía a llorar porque él era muy frío, él era frío no porque no sintiera nada, sino porque los recuerdos le carcomían el corazón igual que a ella, pero él sabía guardar sus sentimientos, en cambio ella, nunca fue buena para guardar secretos.

Como aquella vez: ella le compró Bonsái cinco días antes de su cumpleaños, y dos días antes no pudo aguantar las ganas y se lo regaló. Le escribió una carta, como en todas las fechas importantes y las no tanto. Él nunca le escribió una carta. Algunos poemas sí pero nunca los terminó. Lo que sí, él siempre le cocinaba, siempre. Eso era sagrado aunque fueran las 2 a.m. y él tuviera que levantarse a las 6 a.m.. Y en cada almuerzo ella sentía que se comía un pedacito del corazón de él, una pestañita de sus ojos, y eso le llenaba el corazón a ella, porque sabía que toda la muestra de su amor estaba resumido en un plato de fideos con salsa, que sería destapado a la hora del almuerzo en el casino de la universidad. Y siempre, siempre tenía un post-it rosado en la tapa, que decía algo bonito, algo de ella o algo de él, o algo de la pelea de anoche o del estudio excesivo que no les permitió darse las buenas noches.

Bueno, al final, nunca hubo un final, porque los amores que calan los huesos nunca se terminan, a veces los olvidas por un tiempo, pero siempre vuelven, en el brillo del sol que entra por la ventana, en los papelillos que se quedaron la noche anterior encima de la mesa, o simplemente en un plato de fideos con salsa, cocinados, por supuesto, con mucho amor.